Ángeles entre la muerte del COVID-19: historia de un equipo que recoge cadáveres en Pucallpa

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Liderados por el ingeniero agrónomo Héctor Cristóbal, más de treinta personas recorren calles y casas entre 8 y 3 a.m. en medio de una crisis hospitalaria y de funerarias. Solo duermen cuatro horas, porque el tiempo no alcanza para enfrentar a la COVID-19: “Lo más terrible ha sido tranquilizar a dos niñas que quedaron huérfanas”.

El mismo celular que le avisa dónde están los muertos, lo despierta a las seis de la mañana, obligándolo a dormir solo cuatro horas cada día. Héctor Cristóbal Nolasco no descansa. Los cadáveres no lo dejan. La COVID-19 no lo deja. “Es la primera vez, en toda mi vida, que me llaman tanto al teléfono”. La muerte persigue.

Desde el 12 de abril, el día que aceptó encabezar el equipo de recojo de cadáveres en Pucallpa, región Ucayali. La pandemia ya empezaba a hacerse notar en la ciudad y las autoridades de Salud lo convocaron porque ya había reportes de cuerpos en las calles y decesos imprevistos en las casas que nadie atendía. Ucayali no estaba preparada, como el Perú, como nadie en el mundo.

Héctor, sí. A finales de marzo, había recibido una capacitación virtual, vía Zoom, de la Dirección General de Salud Ambiental (DIGESA) de Lima, sobre los protocolos de manejo y levantamiento de fallecidos a causa del nuevo coronavirus. Héctor, ingeniero agrónomo, era, desde enero de 2019, el encargado de la Unidad de Ecología y Protección del Ambiente de la Dirección Ejecutiva de Salud Ambiental (DESA) en Ucayali. Hacía vigilancia sanitaria en diversos lugares que tenían que ver con afectación a la salud pública. Una labor bajo control.

Asumiendo un reto desconocido

Por su posición, fue el único que recibió la instrucción de la DIGESA, en Pucallpa, para el impacto que el virus proyectaba. “En ese momento pensaba que lo que se venía iba a ser tranquilo”. Sin embargo, rápidamente se dio cuenta del error de su cálculo. Como varios de sus colegas en todo el país que enfrentan una situación parecida, sobre todo en Loreto, Lambayeque y Piura.

El funcionario no aceptó a la primera. “Lo pensé dos o tres veces, ante el riesgo de estar más expuesto al contagio y poder llevar el virus a mi casa”. Él vivía, porque tuvo que dejar su hogar ante la nueva responsabilidad, con sus dos hijas, de 13 y 17 años, su pareja y su hermana. Implicaba dejar de verlas por un tiempo incierto. Y así es.

Le hicieron la propuesta un sábado y al día siguiente, a las nueve de la mañana, empezaba su primera capacitación al personal que lo acompañaría: cuatro hombres de entre 28 y 33 años que se dedicarían a la desinfección, embolsamiento y recojo del cadáver; uno para desinfectar la casa y/o ambientes; y un sexto que sería el conductor del vehículo destinado a dar vueltas en Pucallpa buscando muertos. Aparte, siempre se unen un médico y policías de criminalística para certificar cómo aconteció el deceso.

A las tres de la tarde de ese domingo, Héctor tenía su segundo taller, esta vez, para instruir a los dueños de varias funerarias de Pucallpa, sobre cómo proceder correctamente cada vez que les tocara ir a encajonar un cadáver por COVID-19 o sospechoso de tener el mal.

«Tuve que organizar todo, nos faltaba todo: equipamiento, movilidad… Ese día ni terminábamos de capacitar y ya había dos fallecidos y nos estaban llamando para atender. Fuimos por el primero y regresamos con la primera experiencia… Y ya nos estaban llamando para otro caso más, a eso de las nueve de la noche”, recuerda Héctor. Fue un Domingo de Ramos movido.

La muerte llama

Él es un ‘call center’ andando. Todo aquel vecino o deudo que tenga un fallecido a la vista, marca el número de Héctor, debidamente publicitado en las redes sociales de las entidades de Salud de Ucayali y otros medios. Digamos que la gente de Pucallpa tiene claro que, si sabe de un muerto con los síntomas del nuevo coronavirus, el hombre a llamar es Héctor, ciertamente conocido, además, por haber sido alcalde del distrito de Tournavista, entre 2003 y 2006. Algunos informantes llaman a los hospitales o la policía. Y estas instituciones, igual, dan el número de Héctor.

“¿Su teléfono se satura?”, le pregunta RPP Noticias, que en ese momento le hacía la entrevista vía telefónica, la noche de un sábado, desde Lima. “No te imaginarás… Ahora estamos hablando tú y yo y tengo como diez llamadas ingresando”, confiesa.

Un cumpleaños diferente

Héctor y su equipo salen a la calle a las 8 de la mañana, de lunes a domingo. No hay descanso, feriado ni cumpleaños que importe. De hecho, el domingo 19 de abril cumplió 43 años en medio de la muerte, literalmente. “Las llamadas se confundían. No sabía quién era quién. Algunas eran para avisar de fallecidos, otras para saludarme”, recuerda. Ese día quiso “escaparse” a su casa y romper su protocolo de aislamiento, aunque sin comprometer a nadie. Había planeado ir y no acercarse, saludar a la distancia, ni siquiera entrar a la casa, donde le prepararon una torta. “Me esperaron hasta la medianoche y yo acabé de trabajar a las 4 a.m. Nunca fui. Se comieron la torta y me mandaron la foto”, recuerda.

La jornada del equipo suele terminar entre dos y tres de la mañana. Solo paran cuando tienen que desayunar, almorzar o cenar.

“Ni bien nos alistamos para salir, temprano en la mañana, ya hay una lista grandaza de muertos para recoger”, señala. El ingeniero no usa una libreta de apuntes, porque, si no, perdería tiempo. “He optado por pedir, cada vez que me llaman, que me manden un mensaje de texto con la dirección, el nombre del fallecido y el DNI”, detalla.

Aumento sin freno

Durante la primera semana de trabajo, el grupo recogía entre cuatro y seis fallecidos. Y al entrar la segunda semana, el número aumentó a diez, once. Luego, pasaron a levantar unos veinte. Y en estos últimos días, finales de abril, son entre 30, 40 y 50 muertos por día. “Hoy sábado (2 de mayo, día de la entrevista) vamos 55, ya. Y de hecho, van a seguir”, agrega.

Según su cálculo, el 70% de decesos ocurren en casas, el 20% en hospitales del MINSA, a donde también van a recoger, y lo restante se reparte entre clínicas y la calle. “La gente quiere que se recoja (el cuerpo) en el acto, pero no siempre es posible. Depende de muchos factores para cumplir con eso y no solo el humano”, aclara.

Un ejemplo de los inconvenientes que enfrentan ocurrió hace un par de días, cuando el equipo de Héctor se atrancó camino al cementerio recién habilitado para cubrir la pandemia, ubicado a 20 kilómetros del casco urbano, con unos cuarenta cadáveres en sus respectivos ataúdes, todos distribuidos en cuatro camiones. La intensa lluvia selvática convirtió el terreno aledaño al panteón en un fango imposible de transitar. Pensaban enterrar los féretros a las nueve de la noche. Pero tuvieron que resignarse a hacerlo recién al mediodía siguiente, por el mal clima. Tiempo al agua. Mientras tanto, el celular de Héctor no paraba de sonar. Más muertos asomaban.

 

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